algo inclasificable o una poesía viva

lunes, 7 de marzo de 2011

Amorfina


De noche y bajo la noche bajo tierra la estación se encuentra a media luz, y el tren que no sale. Bajo la superficie los topos se esconden y Lucía se mira en el reflejo de la ventana. El tren sigue firme en el andén. El guarda (topo) aún no anuncia la salida.

Lucía piensa. En su cabeza repasa los últimos detalles en que reparó previamente a salir de su casa.

Pensó que las medias no le ajustaban tanto y que con la falda por fin estaría cómoda. La blusa que incansablemente había buscado se la estrenaba, justo cuando creyó que ya no conseguiría el talle. Un tapado negro y abrigado encima, un peinado alto parecido a un rodete, y un poco de sombra en los párpados y a la calle.

Estaba contenta y nerviosa, era la primera vez que se encontraría con un hombre de esa manera, vestida así y maquillada como estaba; por momentos se sentía disfrazada, pero ya no había vuelta atrás, la decisión se había tomado y ella estaba contenta. Entonces se tomó el subte y encaró para el centro.

De vuelta en el andén, donde el tren espera para salir, un policía que pasa por ahí se queda mirando de refilón adentro de los vagones y se queda observando el reflejo que proyecta Lucía en la ventana. Ella no sabe pero la miran y su reflejo trata de esconderse (como los topos).

Como cuando tenía doce años y los adultos le decían que lllorar era asunto de mujeres, ahora no sabía cómo reaccionar. ¿Tenía que taparse, sonreír, devolver la mirada, o simplemente ignorar? Pero no había nadie a quién preguntarle...y desapareció su reflejo de la ventana, avergonzado y sin curiosidad de amor.

La noche se vestía de luz y maquillaje, la música de las disquerías de la avenida Corrientes era el fondo perfecto para el encuentro, en la esquina donde habían quedado el día anterior. Esquina que redescubría después de muchos años, cuando sus ojos veían de otra manera, cuando su cuerpo sentía distinto y caminar era otra cosa. Ahora las miradas la penetraban como nunca antes, como si fuese la primera vez que salía al mundo.

Se sintió sola y vigilada. (Los que duermen se retuercen en sus camas cómodas cuando apenas detectan una pesadilla. Y ella era una pesadilla para el confort y las buenas costumbres).

La esquina en cuestión estaba vacía. Lucía esperó y esperó bajo una llovizna precoz que recién se disponía a caer. No tenía paraguas así que permaneció bajo el toldo de un maxikiosco y se prendió un cigarrillo para soportar la tediosa espera. Y él no aparecía. Pasaron los minutos y con los minutos, las horas, y ...nada...nadie.

Él ya era el recuerdo de una voz en el teléfono.

Decepcionada, pero aún no vencida, decidió meterse en un cine y mirar una película, cualquiera. La que proyectaran en ese momento.

Veinte minutos la soportó, veinte minutos que fueron veinte horas tratando de entender. Sólo entender, pero la reflexión es una actividad complicada a esas horas de la noche, en ese espacio oscuro, entre gente sin rostro y deseos sin cuerpo.

(¿Por qué tenía que estar aguantando y resistiendo lo insoportable del amor? Esa fracción ridícula y molesta del amor, molesta como una piedra en el zapato. Molesta como el sonido de una gota de agua al caer desde una canilla mal cerrada. Un sonido contínuo, insidioso, lento, lastimoso).

Lucía piensa. Las imágenes que tiene enfrente son sólo imágenes. El pasado es una estrella lejana de otra vida, ya no la aqueja, pero el futuro la asusta. Piensa. Las cosas que dice y piensa ya fueron dichas y pensadas por otras personas antes que ella, y las seguirán perpetuando personas por venir. No tiene sentido nada que decir, nada que pensar. No hay futuro.

Lucía sabe que no puede tener hijos y recuerda: un momento en la tarde de un día, jugando a la pelota con los pibes del barrio. Ahora ellos tienen sus propios hijos, pero ella no los conoce. ¿Se volverían a juntar alguna vez?

Salió del cine casi corriendo, unos chicos que la vieron empezaron a reírse tratando de disimular las carcajadas.

Se metió en un bar enfrente de la esquina del desencuentro, y pidió un café. Se quedó ahí un buen rato mirando ese espacio vacío entre el maxikiosco y la disquería. Ese pequeño espacio que para ella era un mundo, un mundo de posibilidades infinitas que le ofrecía una nueva perspectiva, una nueva sensación y una nueva experiencia. Pero no había nada ahí, más que asfalto mojado y colillas aplastadas.

Mientras su mirada perpleja se proyecta en la ventana, su cabeza teje y desteje suposiciones, hipótesis, conjeturas...y siente cómo se le va escurriendo el deseo entre sus piernas. Primero se desliza por sus muslos, resbala hasta las rodillas y luego rueda hasta los pies para fluir por el suelo del bar y darse a la fuga.

Decide que ya no quiere esperar para amar, o ser amada, es igual. Su cuerpo le reclama deseo y verdad. Y su verdad es que ya no puede esperar.

Sale a la calle, entera y estirada. Es muy alta, imponente. Piernas muy largas y manos muy grandes.

Los hombres la miran entre asustados y marvillados. Las mujeres prefieren no mirarla, y los chiquilines no le sacan la mirada de encima.

Lucía sabe y se prende otro cigarrillo. No más topos.

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